Fragmentos que seleccioné de un texto de Paz llamado “MÁSCARAS MEXICANAS”
Corazón apasionado
Disimula tu tristeza
Canción popular
Viejo o adolescente, criollo o mestizo, general, obrero o
licenciado, el mexicano se me aparece como un ser que se encierra y se
preserva: máscara el rostro y máscara la sonrisa. Plantado en su arisca soledad,
espinoso y cortés a un tiempo, todo le sirve para defenderse: el silencio y la
palabra, la cortesía y el desprecio, la ironía y la resignación. Tan celoso de
su intimidad como de la ajena. En suma, entre la realidad y su persona
establece una muralla, no por invisible menos infranqueable, de impasibilidad y
lejanía. El mexicano siempre está lejos, lejos del mundo y de los demás. Lejos,
también, de sí mismo.
El lenguaje popular refleja hasta qué punto nos defendemos
del exterior: el ideal de la “hombría” consiste en no “rajarse” nunca. Los que
se “abren” son cobardes. Para nosotros, contrariamente a lo que ocurre en otros
pueblos, abrirse es una debilidad o una traición. El mexicano puede doblarse,
humillarse, “agacharse”, pero no “rajarse”, esto es, permitir que el mundo
exterior penetre en su intimidad.
El hermetismo es un recurso de nuestro recelo y
desconfianza. Muestra que instintivamente consideramos peligroso el medio que
nos rodea. Esta reacción se justifica si se piensa en lo que ha sido nuestra
historia y en el carácter de la sociedad que hemos creado. La dureza y
hostilidad del ambiente –y esa amenaza, escondida e indefinible, que siempre
flota en el aire- nos obligan a cerrarnos al exterior. Pero esa conducta,
legítima en su origen, se ha convertido en un mecanismo que funciona solo,
automáticamente. Ante la simpatía y la dulzura nuestra respuesta es la reserva,
pues no sabemos si esos sentimientos son verdaderos o simulados.
…
Todas estas expresiones revelan que el mexicano considera la
vida como lucha, concepción que no lo distingue del resto de los hombres
modernos. El ideal de hombría para otros pueblos consiste en una abierta y
agresiva disposición al combate, nosotros, acentuamos el carácter defensivo,
listos a repeler el ataque. El “macho” es un ser hermético, encerrado en sí
mismo, capaz de guardarse y guardar lo que se le confía. La hombría se mide por
la invulnerabilidad ante las armas enemigas o ante los impactos del mundo
exterior. El estoicismo es la más alta de nuestras virtudes guerreras y
políticas. Y si no todos somos estoicos e impasibles, al menos procuramos ser
resignados, pacientes y sufridos. La resignación es una de nuestras virtudes
populares. Más que el brillo del a victoria nos conmueve la entereza ante la
adversidad.
Si en la política y el arte el mexicano aspira a crear
mundos cerrados, en la esfera de las relaciones cotidianas procura que imperen
el pudor, el recato y loa reserva ceremoniosa. El pudor, que nace de la vergüenza
ante la desnudez propia o ajena, es un reflejo casi físico entre nosotros. No nos
da miedo ni vergüenza nuestro cuerpo; lo afrontamos con naturalidad y lo
vivimos con cierta plenitud. Pero las miradas extrañas nos sobresaltan, porque
el cuerpo no vela la intimidad, sino la descubre. El pudor, así, tiene un
carácter defensivo, como la muralla china de la cortesía o las cercas de
órganos y cactos que separan en el campo a los jacales de los campesinos. Y por
eso la virtud que más estimamos en las mujeres es el recato, como en los
hombres la reserva. Ellas también deben defender su intimidad.
…
Ante el escarceo erótico (la mujer), debe ser “decente”;
ante la adversidad, “sufrida”. En ambos casos su respuesta no es instintiva ni
personal, sino conforme a un modelo genérico. Y ese modelo, como en el caso del
“macho”, tiende a subrayar los aspectos defensivos y pasivos, en una gama que
va desde el pudor y la “decencia” hasta el estoicismo, la resignación y la
impasibilidad.
La mujer mexicana, como todas las otras, es un símbolo que
representa la estabilidad y continuidad de la raza. A su significación cósmica se
alía la social: en la vida diaria su función consiste en hacer imperar la ley y
el orden, la piedad y la dulzura. Todos cuidamos que nadie “falte al respeto a
las señoras”, noción universal, sin duda, pero que en México se lleva hasta sus
últimas consecuencias.
Naturalmente habría que preguntar a las mexicanas su
opinión; ese “respeto” es a veces una hipócrita manera de sujetarlas e
impedirles que se expresen. Quizás muchas preferirían ser tratadas con menos “respeto”
(que, por lo demás, se les concede solamente en público) y con más
libertad y autenticidad. Esto es, como
seres humanos y no como símbolos o funciones. Pero ¿cómo vamos a consentir que
ellas se expresen, si toda nuestra vida tiende a paralizarse en una máscara que
oculte nuestra intimidad?
Tanto por la fatalidad de su anatomía “abierta” como por su
situación social –depositaria de la honra, a la española- está expuesta a toda
clase de peligros… El mal radica en ella misma; por su naturaleza es un ser “rajado”,
abierto. Mas, en virtud de un mecanismo de compensación fácilmente explicable,
se hace virtud de su flaqueza original y se crea el mito de la “sufrida mujer
mexicana”. Por la obra del sufrimiento, las mujeres se vuelven como los
hombres: invulnerables, impasibles, estoicas.
Se dirá que al transformar en virtud algo que debería ser
motivo de vergüenza, sólo pretendemos descargar nuestra conciencia y encubrir
con una imagen una realidad atroz.
…
Me parece que todas estas actitudes, por diversas que sean
sus raíces, confirman el carácter “cerrado” de nuestras reacciones frente al
mundo o frente a nuestros semejantes. Pero no nos bastan los mecanismos de
preservación y defensa. La simulación, que no acude a nuestra pasividad, sino
que exige una invención activa y que se recrea a sí misma a cada instante, es
una de nuestras formas de conducta habituales. Mentimos por placer y fantasía,
sí, como todos los pueblos imaginativos, pero también para ocultarnos y
ponernos al abrigo de intrusos. La mentira posee una importancia decisiva en
nuestra vida cotidiana, en la política, el amor, la amistad. Con ella no
pretendemos nada más engañar a los demás, sino a nosotros mismos. De ahí su
fertilidad y lo que distingue a nuestras mentiras de las groseras invenciones
de otros pueblos. La mentira es un juego trágico, en el que arriesgamos parte
de nuestro ser. Por eso es estéril su denuncia.
El simulador pretende ser lo que no es. Su actividad reclama
una constante improvisación, un ir hacia adelante siempre, entre arenas
movedizas. A cada minuto hay que rehacer, recrear, modificar el personaje que
fingimos, hasta que llega un momento en que realidad y apariencia, mentira y
verdad, se confunden.
La simulación es una actividad parecida a la de los actores
y puede expresarse en tantas formas como personajes fingimos. Pero el actor, si
lo es de veras, se entrega a su personaje y lo encarna plenamente, aunque
después, terminada la representación, lo abandone como su piel la serpiente. El
simulador jamás se entrega y se olvida de sí, pues dejaría de simular si se
fundiera con su imagen. Al mismo tiempo, esa ficción se convierte en una parte
inseparable –y espuria- de su ser: está condenado a representar toda su vida,
porque entre su personaje y él se ha establecido una complicidad que nada puede
romper, excepto la muerte o el sacrificio. La mentira se instala en su ser y se
convierte en el fondo último de su personalidad.
La disimulación requiere mayor sutileza: el que disimula no
representa, sino que quiere hacerse invisible, pasar desapercibido, sin
renunciar a su ser. El mexicano excede en el disimulo de sus pasiones y de sí
mismo. Temeroso de la mirada ajena, se contrae, se reduce, se vuelve sombra y
fantasma, eco. No camina, se desliza; no propone, insinúa; no replica, rezonga;
no se queja, sonríe…
Y es tanta la tiranía
de esta disimulación
que aunque de raros anhelos
se me hincha el corazón,
tengo miradas de reto
y voz de resignación.
Quizá el disimulo nació durante la Colonia. Indios y
mestizos tenían, como el poema de Reyes, que cantar quedo, pues “entre dientes
mal se oyen palabras de rebelión”. El mundo colonial ha desaparecido, pero no
el temor, la desconfianza y el recelo. Y ahora no solamente disimulamos nuestra
cólera sino nuestra ternura.
En sus formas radicales el disimulo llega al mimetismo. El indio
se funde con el paisaje, se confunde con la barda blanca en que se apoya por la
tarde, con la tierra oscura en que se tiende a mediodía, con el silencio que lo
rodea. Se disimula tanto su humana singularidad que acaba por abolirla y se
vuelve piedra, pirú, muro, silencio: espacio. No quiero decir que comulgue con el
Todo, a la manera panteísta, ni que un árbol aprehenda a todos los árboles,
sino que efectivamente, esto es, de una manera concreta y particular, se confunde
con un objeto concreto.
Defensa frente al exterior o fascinación ante a la muerte,
el mimetismo no consiste tanto en cambiar de naturaleza como de apariencia. (El
mexicano) aparenta ser otra cosa e incluso prefiere la apariencia de la muerte
o del no ser antes de abrir su intimidad y cambiar. La disimulación mimética,
en fin, es una de tantas manifestaciones de nuestro hermetismo. Si el
gesticulador acude al disfraz, los demás queremos pasar desapercibidos. En ambos
casos ocultamos nuestro ser. Y a veces lo negamos. Recuerdo que una tarde, como
oyera un leve ruido en el cuarto vecino al mío, pregunté en voz alta: “¿Quién
anda por ahí?”. Y la voz de una criada recién llegada de su pueblo contestó: “No
es nadie, señor, soy yo”.
No solo nos disimulamos a nosotros mismos y nos hacemos
transparentes y fantasmales; también disimulamos la existencia de nuestros
semejantes. No quiero decir que los ignoremos o los hagamos menos, actos
deliberados y soberbios. Los disimulamos de manera más definitiva y radical;
los ninguneamos. El ninguneo es una operación que consiste en hacer de Alguien,
Ninguno. La nada pronto se individualiza, se hace cuerpo y ojos, se hace
Ninguno…. Ninguno no se atreve a no ser: oscila, intenta una y otra vez ser
Alguien. Al fin, entre vanos gestos, se pierde en el limbo de donde surgió.
Sería un error que los demás le impiden existir. Simplemente
disimulan su existencia, obran como si no existiera. Lo nulifican, lo anulan,
lo ningunean. Es inútil que Ninguno hable, publique libros, pinte cuadros, se
ponga de cabeza. Ninguno es la ausencia de nuestras miradas, la pausa de
nuestra conversación, la reticencia de nuestro silencio. Es el nombre que
olvidamos siempre por una extraña fatalidad, el eterno ausente, el invitado que
no invitamos, el hueco que no llenamos. Es una omisión. Y sin embargo, Ninguno
está presente siempre. Es nuestro secreto, nuestro crimen y nuestro
remordimiento. Por eso el Ninguneador también se ningunea; él es la omisión de
Alguien. Y si todos somos Ninguno, no existe ninguno de nosotros. El círculo se
cierra y la sombra de Ninguno se extiende sobre México, asfixia al Gesticulador
y lo cubre todo. En nuestro territorio, más fuerte que las pirámides y los
sacrificios, que las iglesias, los motines y los cantos populares, vuelve a imperar el silencio, anterior a la
historia.
El laberinto de la
soledad, México, FCE, 1959